El reggaeyopyopero
El bar me parece un iglú. Los ladrillos
blancos de las paredes han adquirido un tono sucio por la poca
iluminación. También es frío. No solo por la temperatura, sino
porque cualquiera que pasa junto a nosotros se calla repentinamente
al ver el sombrío ataúd que preside nuestra mesa. Eso es algo que
jamás hubieran imaginado encontrarse un viernes por la noche.
Cinco copas hay sobre la madera. Cuatro
de ellas son periódicamente renovadas a medida que nos las bebemos.
La quinta permanece intacta. Arturo nunca se la beberá.
–Era un gran chico –dice Óscar,
todos le miramos–. No se merecía acabar así.
Asentimos en señal de aprobación y
seguimos bebiendo. Intercambiamos miradas; dándonos consuelo. Es
triste que hayamos acabado en esta situación.
Era un chico muy majo. Eso es lo que se
dice en estas ocasiones. Un chico muy majo. Siempre se van los
mejores. Tan joven. Pero nosotros lo decimos muy en serio: Arturo era
un buen amigo. De esos que nunca dudas en llamar para algún plan o
para pedir ayuda.
–Todavía tengo su cazadora de cuero
–comenta Marcos–. Y me debe veinte euros del cumple de Alicia. Ya
no los cobraré...
Entre penas y recuerdos los cubatas
parecen evaporarse. Los hielos se funden en vasos vacíos. Una ronda
sigue a otra y los vidrios se acumulan junto al ataúd.
Como si fuera un mantra, levanto una mano
y nos sirven otra ronda. Serán cuatro copas. La de Arturo sigue
virgen.
El camarero nos pide permiso para
llevarse los vasos vacíos. Leyendo entre líneas percibo que se
están quedando sin vasos; lo cual me saca una sonrisa de orgullo. Se
lleva los ex cubatas y trae la nueva ronda. Mi ron cola es
especial: viene en un vaso más grande, por el mismo precio.
–¡Jodo! –exclama Marcos–. Vaya
copazo te han puesto. El mío viene en vaso de tubo.
Envidiosos.
–Tengo contactos en el bar –alardeo.
Después examino el vaso y les sonrío–. Creo que puedo bebérmelo
de un trago.
Miradas de suspicacia. Cristian me apunta
con el dedo.
–No hay huevos.
A mí nadie me dice lo que puedo o no
puedo hacer. Agarro el vaso con firmeza y me llevo la mano al
corazón.
–¡Por Arturo!
Todos asienten y empiezan a golpear la
mesa.
–¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe!
Los hielos me golpean los dientes a
medida que el contenido del vaso se abre paso sin control a través
de mi garganta. Glup. Glup. Glup. De un trago.
Lo que sigue es un sonoro eructo que
resuena por todo el bar. Las risas llenan el ambiente. Me felicitan.
El momento de alegría dura poco.
–No sé si Arturo podría haberse
bebido un cubata de trago –comenta Óscar–. Pero sí podría
haberse fumado un canuto de una calada.
Hablamos de los que ya no están con
nosotros.
–Fumaba como un carretero –señala
Cristian–. Tabaco y de lo otro.
–Especialmente
de lo otro –añade Marcos.
Arturo era de los que la hierba era su
olor natural y el rojo el color de sus ojos. La sonrisa pegada a la
cara con superglue. Un fumeta. Siempre con la gente del barrio. Lo de
los pantalones anchos y las rastas había resultado un paso natural
en su forma de ser y vestir.
Música rap, reggae y todas esas cosas
que nos hacía escuchar sin cesar. Siempre con el yop-yop en la boca.
–Hasta en el DNI llevaba las rastas
–nos recuerda Cristian.
–Al menos no se hizo la foto con un
canuto –bromea Óscar.
–Si no hubiera sido por los maderos lo
hubiera llevado en la foto –les aseguro–. Con dos cojones.
Óscar sonríe de nuevo.
–Era el tipo de cosas que le hubiera
gustado hacer.
El bueno de Arturo. Cómo le echamos de
menos.
Cristian se pone en pie para ajustarse el
cinturón. El alcohol le ha hinchado la barriga. Aprovecha para darle
con los nudillos al féretro.
–Luego, entre el trabajo y la novia,
tuvo que cortarse las rastas –nos dice–. Y lo del yop-yop también
lo fue abandonando.
–Para mí siempre será el
reggaeyopyopero –les digo–. Así quiero recordarle.
Más rondas. Más vasos. Más brindis.
–Si a mí fuera a pasarme lo mismo
también me querría morir –opina Cristian–. Eso no es vida.
–No es vida –coreamos.
Cristian vuelve a dar un par de golpes
sobre el ataúd. Con más fuerza. Me da miedo que lo rompa. No es una
baratija aunque la funeraria nos haya hecho un buen precio. No somos
precisamente ricos y esa es la mejor despedida que podemos darle a
Arturo.
También hemos tenido que negociar con el
dueño del Sonámbulos
para que nos dejara colar el ataúd en la mesa donde solemos
ponernos. Pero teniendo en cuenta las circunstancias nos lo ha
permitido. Incluso nos invita a chupitos.
Nuestra sangre es puro alcohol.
–La culpa es de la novia –suelta
Cristian.
Alzamos la mirada hacia él. Óscar le
pone una mano en el hombro para calmarlo. Quiere que se siente.
–No eches leña al fuego...
–¿Qué? –le replica, furioso–. Si
no fuera por ella no estaríamos aquí.
¡ah!, la novia...Mejor no hablar de
ella. Mejor no sacar el tema. Que nos calentamos y luego pasa lo que
pasa.
Pero Cristian insiste en hablar de ella.
–Arturo sabía que ella tenía que
volver a Teruel cada semana. Se lo dijimos pero no nos hizo caso.
Relaciones a distancia, no. Ni caso. Todos los días cogiendo el puto
coche al salir del curro para ir a verla. Ir y volver. Ir y volver.
Algunos días hacer noche en Teruel pero otros volver a las tantas de
la madrugada. Aquello no era sano. Cada vez le veíamos menos y tanta
locura de coche debió habernos servido de advertencia. Tendríamos
que haber hablado con él.
Hay tantas cosas que deberíamos haberle
dicho.
Los puñeteros viajes en coche. El último
whatsapp que nos mandó decía que iba de camino a Teruel. Otra vez.
Nos daría un toque al volver. No lo hizo.
Cristian continúa despotricando, cada
vez más alto. Óscar se pone en pie y rodea a Cristian por el
hombro.
–¡Por Arturo! –exclama alzando su
pacharán.
–¡Por Arturo! –coreamos.
Algunos en el bar nos imitan, alzando sus
cubatas en señal de respeto. Cristian levanta el periscopio, por si
el tema del amigo perdido le sirve como excusa para ligar.
–Podríamos poner una esquela
–sugiero–. Tengo un amigo en el Heraldo y podría hacernos el
favor.
Yo dejo caer la idea, y por el silencio
deduzco que se lo están pensando seriamente.
–¿No te parece excesivo? –me
pregunta Marcos.
Reflexiono sobre ello mientras doy otro
trago a mi ron. Tiene razón.
–No, nada de esquela –concedo–. Su
madre podría decirnos algo.
Además, somos de los que piensan que las
esquelas solo las leen los jubilados. Sería mejor comentarlo por
Facebook.
Óscar apura su copa.
–Hablando de su madre. ¿Cómo estará
llevando el asunto?
Cristian responde inmediatamente, como si
hubiera estado al acecho de esa pregunta.
–Pues mal, ¿cómo va a llevarlo? ¿Tú
sabrías lo que es no volver a ver a tu hijo por culpa de esa...?
Óscar le interrumpe antes de que diga
alguna burrada de las que luego te arrepientes.
–Cálmate...
Todos vamos borrachos pero Cristian puede
ser peligroso cuando bebe. Se le puede ir la cabeza y buscar
problemas donde no los había. Tampoco es buena idea tratar de
calmarlo, porque puede que se vuelva contra ti. Sin embargo, Óscar
lo intenta, y no hacemos nada por impedírselo.
Sinceramente, creo que es el momento de
ir al baño. Marcos decide acompañarme. Nos abrimos hueco entre la
gente. No hay fila en el baño pero el aspecto del water me hace
plantearme la idea de vomitar. Creo que es hora de dejar de beber.
Solo una más. Eso me digo.
Marcos se las arregla para hacer
funcionar el cañón de aire caliente después de lavarse las manos,
pero termina desistiendo y se seca en el pantalón.
–No sé ni para qué existen estos
cacharros.
Cuando volvemos a la mesa las cosas
parecen haberse calmado. Óscar está contando la anécdota sobre
dormir de pie.
–Entre porros y calimocho el tío iba
que no se tenía en pie. Con la música reggae y demás. En el
concierto, con toda la peña. Yop-yop. Debían ser como las tres de la mañana
o algo así. Yo lo veía que se estaba quedando dormido,
zarandeándose de adelante y atrás, y le dije: “Macho, vete a la
cama que no te aguantas”. Y el otro: “No, no, que estoy bien.
Ahora se me pasa. Es el bajón”. Me doy la vuelta, le doy un par de
tragos al litro y ¡bum! –enfatiza el movimiento golpeándose la
palma con el puño–. Noto un golpe en la espalda. Me giro y está tirado
en el suelo. “¿Qué haces?”. ¡Se había caído como un tronco!
En serio. Él solito. Se había dormido de pie y ¡pof! Largo, en el
suelo. Y va el tío, se levanta y pregunta: “¿Quién me ha
empujado?”.
Nos reímos. Hemos escuchado esa historia
cien veces y nos sigue haciendo gracia.
–¿Os acordáis de aquella vez...?
Nos acordamos. Arturo siempre había sido
una inagotable fuente de buenas historias que contar y reírnos. Un
buen chico. Era muy amigo de sus amigos.
La del pedo en comisaría.
La de la silla de tres patas.
La de “¿tu novia es bizca?”.
La del pin del PP.
La de la docena de churros sin mayonesa.
Qué buena fue esa.
Tragamos los cubatas con la misma
velocidad a la que se vacían nuestros bolsillos. Ya no podemos
seguir manteniendo ese ritmo. Nuestros hígados tampoco.
–Tengo que ir al cajero –informo tras
comprobar que lo único que tengo en la cartera son monedas de poco
valor–. Estoy seco.
–Nos vamos a ir ya...
Niego con la cabeza. Al hacerlo siento
que el mundo ha regulado la gravedad.
–Lo necesito para el taxi –me
explico–. Ya vale de beber.
–¿Dónde vives?
–Al fondo de la Avenida Cataluña.
A tomar por culo a mano derecha.
–Te puedo llevar con la furgoneta
–sugiere Óscar–. Pensaba venir a recogerla mañana pero...
–Ni loco me subo a la furgoneta en tu
estado –le digo–. Que seré yo el que acabe dentro del ataúd.
El primer bostezo es contagioso. Como
algo mágico. Todos nos damos cuenta del cansancio que acumulamos de
haber cargado con el ataúd desde la furgoneta hasta el bar. No ha
habido manera de aparcar cerca del Sonámbulos
y a base de fuerza bruta lo hemos traído hasta aquí.
Lo malo es que ahora tenemos que volver a
dejarlo dentro de la furgoneta. Y llevamos una cogorza de las que no
te dejan tenerte en pie. Menos aún cargar con el ataúd de un amigo.
Cogemos el ataúd entre los cuatro y lo
sacamos del bar. Los asombrados clientes no terminan de creérselo,
pero nos ayudan a sacarlo por la puerta y nos dan el pésame.
–Muchas gracias, tío.
Por la calle el espectáculo continúa.
Nos cuesta coordinar las ocho piernas para que vayan en la misma
dirección y encima Óscar mide diez centímetros menos que los
demás. Como mínimo. El ataúd está de todo menos recto.
En una lenta y agotadora procesión en la
que sudamos ron, ginebra y pacharán a partes iguales llegamos hasta
la furgoneta de Óscar. Bajamos el condenado féretro hasta el suelo
sin darle más de dos golpes. Óscar abre la parte trasera y recoloca
los cables y herramientas que tiene ahí. Coge un par de botas de
trabajo, las huele y, tras poner una mueca de asco, las lanza hacia
la parte delantera.
–Vamos a cargarlo. Con cuidado.
El ataúd queda dentro de la furgoneta y
voy a cerrar la puerta. Marcos me frena.
–¿No deberíamos decir unas palabras?
Me quedó mirándole estupefacto.
–Paso. Estoy cansado.
Y cierro la puerta de un golpe seco.
Nos despedimos. Óscar dice que vendrá
por la mañana a recoger la furgoneta.
Ellos son unos cabrones con suerte y
pueden volver andando a casa. Yo necesito cuatro ruedas. Trazo
mentalmente un plan de lo que tengo que hacer.
Dinero en el cajero. Mear en el árbol.
Coger el taxi. Entrar en casa.
El taxista me hace jurar, o me amenaza,
que no vomite en su taxi. Gruño para decirle que sí.
En circunstancias normales me quejaría
de que condujera tan despacio pero no tengo el ánimo de discutir.
Decir adiós a los amigos es peligroso para la salud.
O yo o la cama estamos dando vueltas. No
me aclaro. Trato de mantener la cabeza en su sitio y la bebida dentro
del estómago. Con razonable éxito. Todo se complica cuando mi madre
abre la puerta de mi habitación y me grita en la cúspide de una
resaca espantosa.
Esgrime el teléfono de la cocina
apuntándolo con insistencia hacia mí.
–Es Arturo –me dice–. Parece muy
enfadado.
Normal.
Al segundo intento logro coger el
teléfono.
–Apestas a tugurio –me recrimina mi
madre.
Ya lo sé. La de ayer fue una juerga
exagerada.
Me pongo el teléfono en la oreja y digo
lo único sensato que se le puede decir a un muerto.
–Dime.
–¿Qué es eso de que habéis celebrado
mi funeral? –su tono está cargado de furia.
–Joder, macho –le replico–. Es que
desde que te echaste novia...
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